
La gente se encarcela en casa encendiendo sus pitillos y dejando la tarde acomodada en los sofás escuchando un tintineo en las ventanas. Se sienten seguros y tranquilos. Las palomas escasean en el suelo y en las cornisas, confío en que no se marchen todas. Se es dueño de Madrid, se es dueño del asfalto. Los jardines se ensalzan y beben esa agua para calmar su sed. Desprenden un olor a naturaleza desprovista de miedos.
Las nubes se trasforman en publico que no tiene ganas de dejar dormir la siesta con su presencia. Los truenos agarran fuerte el escaparate primaveral detrás de los altos edificios e impactan los unos contra los otros. Las cafeterías se quedan aisladas las unas de otras y se vuelven un lugar seguro, para quien repele el contacto con el agua que cae de arriba y forma charcos inmensos con peces de colores. Hoy está cerrado las tiendas, pero eso hoy no importa. En los comercios cuelgan carteles de ruina e impaciencia por ser traspasados o vendidos. Da tristeza ver el final de algunos locales emblemáticos. Otros han cambiado por lo nuevo venido de oriente dejando a Madrid más cosmopolita que nunca. El humo y su caja llena se han escapado por la puerta de los bares. Estos ahora tienen que afrontar esos cambios para seguir siendo un referente de encuentro de los recuerdos y de las largas charlas que se han ido perdiendo.
El maúllo de los gatos se vuelve tímido y en pocas ocasiones sobrepasan el sonido de la tormenta. Es difícil encontrarlos sin que la luna esté allí arriba y les ha tocado ser la sombra del paseante empapado. De momento tienen que esperar a que el sol se vaya despidiendo de Madrid y amaine la lluvia, no son muy amigos del agua.
Se mastica un mal sabor de boca, un sabor metálico que el cielo escupe antes de soltar la canción que ha preparado para Madrid. Es el momento de chapotear con todos los detalles que pasan en cada recorrido. Sin embargo hay gente que no se entera y no le interesa lo que pasa en la calle. Parece imperdonable que todo vaya vestido de traje mojado. No es culpa de nadie. No es culpa de ese sonido que retumba en el suelo que haya hecho desaparecer al guitarrista de mirada extraña de la esquina, ni tampoco a la mujer que se sienta todos los días a media tarde en el mismo banco. Es como si ambos los hubiera diluido la lluvia. Todo se vuelve borroso y nuevo. Incluso mi paraguas ha cambiado de color. Echaba de menos a Madrid seca y mojada... En abril aguas mil dice el refrán y Madrid no iba a ser menos.
Me da por bailar con la lluvia y arranco a soltar un sonido nuevo con el chapoteo de los zapatos en el suelo. El viento silva al compás y todo se vuelve ritmo. Se iba a enterar la ciudad de lo que soy capaz de poder hacer para colocar un trozo del gran puzzle de sus calles cada día... Antes tomaremos un café para intentar encontrar todo como nos gusta sentir a Madrid con los brazos abiertos.
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