El objetivo de la cámara

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domingo, 12 de diciembre de 2010

La ciudad dormida



Da incluso miedo con el coche adentrarse en las calles a las horas donde el sol no las pinta con un rostro más amigable. Palpita una sensación de no querer seguir, pero sigo por llevarme la contraria a mí misma. Continuo mientras la música de la radio entona un poco el ambiente de tristeza y soledad que envuelve todo. El coche me protege es lo que quiero pensar, pero no puedo dejar de sentirme débil entre tanta calle dormida de gente. El silencio, ese que no sabe donde meterse cuando nace el día y su atronador bullicio. Lo tengo tan cerca al matar el rugir del motor. Giro la llave, y ahí esta todo en sigilo y quietud. Los latidos en el pecho rompen con golpes inquietantes al mutismo de los 4 puntos cardinales de mí cuerpo. El ambiente del cielo lo cubre todo, y sus aves de la noche, no se ven, pero sus ojos siguen al solitario de las sombras por donde va y se siente su presencia cerca.


Las farolas alumbran poco y dejan esquinas perdidas de luz y de calor ficticio. Todo esta iluminado de carteles que solo son leídos por los sonámbulos de la noche. Cambia la ciudad encendida, y los miedos van recorriendo un camino por delante llevándote ventaja. Me pierdo hasta por el recorrido que mis pasos han tallado tantas veces. Y dejo de pensar, y empiezo a sentir los olores que van resurgiendo por donde paso. El alcohol vomitado de no hace mucho tiempo y el fuerte olor que emana del alcantarillado. Prefiero huir y penetrar por ese ligero aroma de verdor que nace al cruzar el parque.


Los anuncios sin voz destellan un nombre y empapelan la nueva imagen de los portales, dándoles un aspecto de nocturnidad despierta. Hasta los pasos se oyen diferentes, un sonido "atubado" y perdido. La respiración se vuelve precavida y su vaho va cargando con brillante música al viento. Podría mirar hacia atrás, pero no dejo nada que quiera volver a recoger. Ni siquiera dudo, porque sé que el miedo está en cualquier lugar. Con cada paso rápido lo voy abandonando de una forma costosa.


La lluvia ha convertido todo en perfecta pulcritud, al despertar en mitad de la nada, surge esa necesidad de buscar el origen de las cosas entre sus calles más peligrosas. Al tocar mis pies el suelo siento el contacto luna tierra. El magnetismo que se cuela dentro de mí. Sé que no debería desmarcarme del camino hacia un único objetivo. Encontrar el reflejo de la calma que a veces se asusta de la noche. Cada paso, se vuelve más temerario, más imprudente y hasta excitante. Contemplar como la noche abriga con su negrura a la ciudad, y se vuelve más atractiva para hacer el mal. Casi es algo que se pide. Pero también huelo en el ambiente esa influencia que es muy atrayente de paz y reflexión.


El frío paraliza las ideas a veces, pero no es tan fuerte como para dejarlas en el olvido. Lo monocromático de los reflejos en los escaparates recuerdan que hay que dar color a la ciudad, aunque esté dormida. Los semáforos se hacen dueños de cada código, y ya no se ven con la obligación de mantener un serie de repeticiones absurdas y buscan la estampida de cambios al gusto y simpáticos. Se domina un poco todo menos la fragilidad, y se tiene todo al alcance de poder tocarlo, romperlo y destruir de forma demoníaca. A la vez fluye la serenidad, el orden...


Los colores tibios y tranquilos, se acercan para reducir la parte bestial de dentro del enfado. Todo depende de como sople el color de la brisa. Prefiero subir al coche y dejar todo pintado en un cuadro de imperfecta belleza, donde la noche colgó con la cara dormida de la ciudad.

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